Comentarios de los jurados

Las piezas de las que se compone El dragón de las siete cabezas de Pablo Córdoba —que es más una pieza compuesta de piezas que una exposición de piezas, diría yo— son 5 o 6, en cualquier caso no 7. El título de la exposición lo es también de una de las piezas que, sin embargo, no está expuesta: circuló como un texto impreso y se presentó, el día o la noche de la inauguración, como una sesión de ‘cuentería’. ‘Presentar un texto’ es en buena medida lo que hacen todas las piezas, e instigan por ello el vislumbre de un desfase entre ‘ser un texto’ y ‘presentar un texto’. Se entiende que un texto sigue siendo el mismo cuando se lo presenta de diferentes formas, pero los trabajos de Córdoba se quedan más acá de esta distancia, conceptualmente evidente, entre estos dos polos: el texto y su encarnación.

Todas las piezas, diría yo, se presentan como ejercicios que juegan con dos variables: (1) la relación entre un texto escrito y su soporte de inscripción, y (2) el espacio que hay, o puede haber, entre dar un texto a ver y darlo a leer. Se puede decir que al menos dos de las piezas dan un texto a ver sin darlo a leer: (1) Un texto en braille, no impreso sino insertado en letras formadas con puntillas descabezadas sobre lámina de icopor, sería dado a leer no con los ojos sino con las manos, y no es claro que quienes tienen la capacidad de leerlo (porque saben braille) puedan hacerlo; parece más bien un texto que solo lo puede leer alguien que sabe braille pero que lo puede ver, es decir: alguien que no necesita poder leerlo. (2) Un texto grabado sobre una lámina de arcilla, rota en dos, está escrito en letras que siguen el código de diseño gráfico distintivo del black metal, donde la figura de cada letra es difícil de discernir de la de sus vecinas; las palabras, además, no estan separadas entre sí, así que el objeto, aunque no es ilegible, altera nuevamente aquello en lo que consiste el acto de leer —al menos en su ritmo, que sería más el de una reconstrucción (en efecto, la lámina de arcilla se presenta como un objeto que solicita un análisis arqueológico o forense).

Otras dos piezas presentan textos microgramáticos, escritos a mano en una caligrafía muy pequeña y cerrada, sobre soportes que delimitan la longitud del texto: etiquetas de botella de cerveza y discos compactos. La regla formal a la que se ciñe el ejercicio de escritura de Córdoba sobre estos dos tipos de ‘página’ anómala es la misma: una etiqueta=un relato, un disco compacto=la letra de una canción. En ambos casos, también, la relación entre los textos y sus soportes es cercana: los textos escritos sobre las etiquetes son más o menos historias de borracheras, escritas durante una borrachera. La forma semiovalada de las etiquetas, apuntaladas con chinches sobre una lámina de corcho, le da a cada relato el aspecto de una burbuja gráfica, algo que hay que decidirse a dejar de ver para comenzar a leer (un dibujo hecho con letras). La cartelera, con su superficie parcialmente cubierta con varias de estas etiquetas, es entonces dos cosas a la vez: algo a lo que uno puede echarle una mirada pasajera, antes de seguir caminando, y algo que uno podría quedarse “consumiendo” durante una o dos horas. El esfuerzo, ocular y mental, que hay que hacer para detenerse a leer los textos con cuidado y por entero, se hace sentir antes de lo que uno pensaría, y la mirada salta involuntariamente de una etiqueta a su vecina. Es en cierto modo un “libro” despaginado, que no le asigna un orden secuencial a sus episodios o componentes —y esto corresponde quizás a la estructura de la “vivencia” que los textos transcriben (la hipercodificada ‘libertad’ de la noche de copas). Córdoba permitió que, en el día de la inauguración, otras personas llenaran y apuntalaran sus propias etiquetas, y el contraste entre sus micrografías y las contribuciones de su público dan que pensar: las segundas parecen más bien textos escritos en el yeso de una persona joven que se partió la pierna, y hacen visible la distancia que hay entre el acto de escribir cualquier cosa en el marco de un evento cualquiera y el régimen de escritura del que Córdoba se ha valido para registrar, y a la vez aniquilar, sus viviencias nocturnas —porque parece claro que es una o la otra: o se vive o se escribe. En la segunda pieza Córdoba transcribe las  letras de algunas canciones sobre discos compactos, y esta vez lo que sorprende es que la letra de una sola canción pueda cubrir por entero la superficie redonda de un disco: aquí también Córdoba presenta sus ejercicios de escritura como resultados de algún tipo de disciplina, o como registros de una relación entre su mente, su mano, y una o varias dificultades: la de escribir sobre la superficie plástica del disco, la de hacer que la letra de la canción cubra de manera homogénea y completa esta superficie. Hay algunos de estos discos instalados sobre una repisa a la entrada de una caseta forrada con bolsas de basura negra, y adentro de la caseta, en el centro, hay montados otros cuantos, a lo alto y en posición vertical: en un ángulo agudo hay linternas que lanzan rayos de luz contra sus superficies, creando una proyección borrosa y amplificada contra las paredes internas de la caseta. Córdoba describe esta construcción como una manera de reproducir o dramatizar el mecanismo de reproducción de la información contenida en los discos, pero la pieza tiene más bien algo de silencioso, de liquidación de la imformación codificada: es casi una película sin sonido que colapsa con medios muy baratos todos los elementos del aparato cinematográfico, como si dentro de la sala de proyección estuviera la cámara, dentro de la cámara el proyector, y dentro del proyector la mirada de uno, porque los reflejos de los discos proyectados contra las paredes de la caseta parecen pupilas y, como uno ha visto ya afuera, antes de entrar, los discos “grabados” a mano por Córdoba (como las fotofijas de las películas que uno veía colgadas en una cartelera antes de entrar a la película en los cines viejos), uno puede ahora sentirse crípticamente “visto” por textos que se han visto desdibujados por la luz que los proyecta, reflejada y amplificada por la superficie de lo que debería ser el soporte imperceptible del texto.

En las restantes piezas Córdoba se mide de manera más directa con algo que parece preocuparle en general: las formas convencionales de narración, o lo que se suele llamar ‘la literatura’. Es un aspecto quizás un poco disonante de su obra, pues la presencia de las piezas genera un espacio plástico más que propicio para un trabajo lingüístico de otro orden. El interés de Córdoba por las convenciones literarias y narrativas es sensible, y la intención de encontrar maneras de usarlas en sus piezas tiene algo de anacrónico: por mi parte, la ‘voz literaria’ es algo que me resulta difícil de tolerar, incluso cuando la encuentro impresa en un libro —por lo general puedo disfrutarla solo cuando su acto de producción pertenece al pasado, y que alguien la use hoy en día como un código válido, o útil, me hace dudar de sus intenciones. Sin embargo, las piezas de Córdoba son, sin falta, tan francas como extrañas, destellos de un quehacer mental y manual muy agudo, de modo que algo que habría debido impedirme adentrarme en ellas se carga la virtud contraria: sus decisiones y apuestas son todas sencillas y complejas a la vez, y tienen una forma singular de brillar y de existir. El dragón de las siete cabezas es una pieza que exige tiempo y que merece el tiempo que reclama, cosa que se puede decir de muy pocas piezas hoy en día.

El trabajo presentado demuestra un interés profundo en distintas facetas de la escritura como acontecimiento creativo. Distintas aproximaciones al texto conformaron un conjunto de procesos en las que el lenguaje protagonizaba como sustancia mediante la cual el sujeto expresa pensamientos. Algunos resultados fueron mejores que otros y casi que lograban una comunión en tanto exposición individual. De tal manera la presentación mostró componentes tanto anecdóticos e involuntarios, experimentaciones encontradas en lo incierto, como meditaciones de procesos meticulosos y altamente poéticos, certeros como desarrollo primario de un encuentro con la retórica plástica notable tanto en los materiales y su utilización como en la conceptualización del contenido. Notable también es la variedad de facetas escriturales utilizada que funciona como variedad de series y medios para experimentar la creación y habla también de la recursividad creativa del estudiante. La instalación de las piezas en el espacio mostró aciertos, la creación de un nicho de instalación lumínica fue totalmente efectiva; allí sin duda reposa una potencia arquitectónica- instalativa. Aunque por otro lado también se notó una limitación frente a la dimensión espacial como lo fue el caso del texto adhesivo en la pared que se quedaba corto respecto al espacio, limitando su elocuencia. Igualmente faltó la inquietud de activar el televisor como un medio aliado para la presentación. Me habría gustado haber sido invitado tanto a la inauguración como a la sustentación para poder pensar dos veces el trabajo. Recomiendo al estudiante una inmersión en historia del arte en tanto búsqueda de afinidades creativas y sobretodo considero que le convendría más que una consejería literaria, un estudio de la lengua como sistema y materia, una aproximación seria tanto a la lingüística general como a la semiótica y la pragmática, y sin duda una profundización en el estudio de la retórica que pueda ser vertida a las artes plásticas y visuales. En general observé un proceso interesante, comprometido y afortunado que traerá sin lugar a dudas buenas noticias a futuro. Enhorabuena.