La melancolía de lo inconcluso

A veces me cuesta mirar hacia afuera. La realidad se vuelve borrosa e indeterminada, me da la impresión de que es falsa. Esa realidad en la que existo se torna ajena, impersonal e insípida. Es como si tuviera los sentidos atrofiados: los colores se desvanecen, los sonidos parecen ralentizados, tan lentos que se deforman una vez salen de la boca de su emisor. Muchas veces he tenido que pedir que me repitan lo que me estaban diciendo y, por más que intento prestar atención, el mensaje se evapora en el viento. Apenas quedan residuos de la frase emitida, en el mejor de los casos, una palabra. Entonces, asiento con la cabeza y suelto alguna frase genérica y mi interlocutor prosigue con su conversación. Sin embargo, mi voz también suena extraña, como si la tonalidad en la que hablo no me perteneciera, siento que alguien más ha suplantado mis cuerdas vocales por las suyas y estoy hablando en nombre de esa persona.  

En esos casos, prefiero dejar de hablar, sacar una excusa y despedirme de quien me conversaba. Busco un sitio para aislarme. Pero, al igual que en el juego de las escondidas, siempre me encuentran. Desde el semestre pasado, M se ha vuelto una figura recurrente en mi vida, simplemente aparece cuando me encuentro enajenada de mí misma. Me suele contar sobre las series que ha visto a lo largo de la semana o me lee fragmentos de libros que le gustan, antes de salir a vacaciones me leyó un fragmento de La melancolía de los feos de Mendoza. También, si ve que se me va la olla, me lleva a caminar, recuerdo que en una ocasión nos fuimos desde la universidad hasta la 85 a pata (8,6 km).  

Si bien yo nunca le he dicho algo sobre mi salud mental, él parece entender cómo me siento. Las veces que me he disculpado por estar tan silenciosa y ausente, me dice que está bien que no hace falta pedir perdón, ni que debería sentirme mal por no poder estar al cien por ciento. Me repite que me tome mi tiempo para sanar. Pero, me da miedo que esa paciencia y ese apoyo que me ha brindado se terminen un día. Me aterra pensar que en mi fragilidad se torne en un campo de cultivo para el egoísmo, en el que, por estar tan inmersa en mi dolor sea incapaz de ver los pesares de quienes aprecio.  

 

Tal vez por eso a veces finjo mis emociones e intento estar presente. La última vez que me puse la máscara de la felicidad fue cuando fuimos a ver el Fotógrafo de Minamata. Afortunadamente, no tuve que fingir mucho y él pudo ver mi caja de Pandora, yo también alcancé a vislumbrar la suya. Ambos salimos llorando de la sala de cine y, durante media hora estuvimos en silencio. Luego, empezamos a hablar de los sistemas de (e)numeración de las calles en distintos países, creo que ninguno de los dos quería hablar en ese momento sobre los que nos había dolido de la película. No fue hasta que hicimos una parada técnica para comer que nos dimos la confianza para conversar. La enfermedad de Minamata le había recordado la dolencia de su mamá: su cuerpo se está degenerando, su cuerpo es un constante recordatorio de que en algún momento ella no va a estar. Sus ojos estaban traspasados por el dolor, pero me dijo que se sentía culpable por estar triste, por estar dolido, porque él no era quién debía afrontar la enfermedad. Recordé a J y a mi mamá, ellas dos había pasado por situaciones dolorosas e igualmente trágicas. M también sufría.