Inmerso en un vaso de alcohol 

La vida es cíclica, el destino está compuesto con interminables semejanzas que unen nuestra historia personal con la de otros. Lo sé porque conocí a la única persona que pudo compartir un pedazo de su existencia con su clon. Esa tarde había decidido tomar algo en un café-bar ubicado en el centro de la ciudad, la iluminación era opaca, daba la impresión de que el interior del local estuviera sumergido en una interminable noche. No fue hasta que me senté en la barra que sentí su presencia, fue un hipo lo que hizo que mirara en su dirección. Había una chica completamente ebria a dos sillas de distancia, apestaba a ron. Ella también me observó y murmuró, “me recuerdas a él”. 

Me comentó que en septiembre del año pasado había conocido por casualidad a su copia. Durante el recorrido del 18-3, había visto a un joven más o menos de su edad y, que tras haberlo observado por un buen rato se había dado cuenta que se parecía mucho a ella. La similitud no se reducía solo a su estilo de su ropa o, a sus rasgos físicos, había cierta simetría en la manera en la que ambos se escondían tras una novela o, en la forma en la que sus ojos se desviaban hacia la ventanilla del bus. “El muchacho bajó a la altura de la calle 72”, me confesó que tuvo el impulso de bajarse con él y entablar una conversación, pero al final no lo hizo. “Era el cumpleaños de mi mejor amigo, no podía dejarlo plantado por irme a seguir a un desconocido. El resto del recorrido fue triste, sentía como si hubiese dejado escapar una valiosa oportunidad, un poco extraño ¿no?”. En la calle 145 abandonó el bus y caminó hacia la casa de su amigo. Había llegado un poco antes de lo acordado por lo que estuvo la siguiente hora ayudándolo a ultimar detalles de la celebración.  

*** 

Ese día era el cumpleaños de Mateo –un panita de la universidad–, ambos nos habíamos conocido de casualidad en una clase, y en poco tiempo nos volvimos bien cercanos, solíamos parchar a todo lado y, si no eran tardes de pola y chismesito, eran para jugar hasta que los ojos se nos cansasen. Ese día, como raro, dejé todo para última hora y no tenía ni el regalo. Decidí que tomaría el 18-3 y le compraría algo cerca de Avenida Chile, por ahí había una tienda de figuras de anime que le tramaban a Mateo. Yo iba todo enrrumbado con mis pensamientos cuando vi a una chica, tenía mero estilo, la verdad sea dicha, se parecía mucho al mío. La pillé un par de veces mirándome de reojo y, otro par de veces cruzamos miradas. Vaina tan chistosa, ella me miraba, yo la miraba y volteaba para otro lado, la volvía a ver, ella volvía a verme y era yo quién se hacía el loco. Entre esas y otras, el viaje se me pasó en un dos por tres y me bajé. Habría sido nice hablar un ratito con ella, pero habría sido raro, muy raro, fijo me ahuevaba a último momento y diría alguna estupidez. O, puede que la nena se hubiese rayado, está como feo que un extraño se le acerque a una chica, mal viaje, mala vaina, mejor deja ahí quietos. Me bajé del bus y eché pata hasta el centro comercial, busqué la tienda y, vida hijueputa, el local estaba vacío, se habían trasteado pa otro lado o, habían quebrado, malparida pandemia quiebra negocios. Le di como tres vueltas al sitio ese y nada. Ya iba sobre el tiempo, salí de Avenida Chile y caminé por fuera, menos mal que al respaldo había una pastelería, le compré una torta de tres leches. Lo divertido fue la devuelta, ufff, ni cuento cómo me llevé tremendo pastel en transmi. 

*** 

Poco a poco fueron apareciendo los invitados, había algunas caras conocidas y otras que no. Entonces, volvió a sonar el timbre y, desde la puerta apareció el chico del 18-3 entre sus manos traía una caja. Mateo, lo hizo pasar y lo presentó ante el resto de los invitados, el nombre del susodicho era Julián y estaba cursando séptimo semestre de física de la nacional. En ese punto de la historia le dije a la muchacha que era una extraña casualidad, pero a la larga una mera coincidencia. Ella me miró con seriedad y dijo “yo también lo pensé, se me hizo chistoso encontrármelo otra vez en la fiesta de mi amigo. Pero, nosotros no sólo nos parecíamos en lo evidente. Mientras conversábamos en esa fiesta nos dimos cuenta de que nuestras familias se dedicaban a actividades similares, su padre es profesor de matemáticas, el mío de literatura, ambos trabajan en la Universidad Distrital. También, unas pocas semanas atrás habíamos terminado la relación con nuestra respectiva pareja”. Le reiteré mi escepticismo, pero ella continuó “se volvió evidente que existía un nexo entre ambos, por lo que decidimos compartir alguno de nuestros recuerdos de la infancia. Por ejemplo, cuando teníamos diez años nos contagiamos con varicela y, tras haber estado una semana en cama, su madre y mi padre fueron quienes incubaron el virus. En ese mismo verano, no solo la casa del vecino fue asaltada, sino que también nuestro amigo de la infancia se había mudado a otro país”. La miré extrañado, “¿ya lo comprendes? Parecía que ambos estuviésemos viviendo la misma vida, los eventos más importantes de nuestra existencia se suscribían al otro”.  

Me quedé en silencio, estaba impactado, tomé un sorbo de mi cerveza y le pregunté qué había sucedido después de eso. “Ambos nos volvimos muy cercanos, hablábamos por teléfono todas las semanas y nos contábamos lo que nos había ocurrido en nuestra cotidianidad. Al principio fue por el morbo de saber que tanto más nos parecíamos, pero tras ese primer mes nos percatamos que había un desfase de experiencias: si el lunes él se había resbalado en la cocina, a mí me pasaba el jueves estando dentro de la ducha. O si el sábado yo me tronchaba el tobillo trotando, Julián se había lesionado en el gimnasio. Con el paso de los días las coincidencias y los desfases fueron aumentando.” Hizo una pausa y suspiró “aunque, habernos conocido amargó un poco nuestra existencia, empezamos a vivir con una constante paranoia de que lo que hiciésemos podría afectar al otro de cualquier forma. Decidimos tomarnos un tiempo y alejarnos por un mes y medio. Queríamos estar seguros de no nos estábamos condicionando para tener experiencias similares”. Le pregunté sobre lo que había hecho durante ese tiempo, me dijo que las primeras dos semanas había tratado de salir de la rutina, según su relato, todos los días visitaba un café diferente y, los fines de semana había dedicado su tiempo a realizar actividades culturales: ir a teatro, cine, visitar exposiciones y museos, incursionó en distintos pasatiempos, como la fotografía o la pintura. Pero, era evidente que en su corazón se había anidado un sentimiento de zozobra y desconsuelo “me preguntaba si él también se sentía de esa manera, si extrañaba nuestras conversaciones o, si todavía le seguiría haciendo gracia tener tantas cosas en común”. Me comentó que, tras esa breve crisis emocional, había vuelto a retomar su rutina de trotar en las mañanas, de desayunar afanada y de llegar con el tiempo justo a todos lados, confesó que también estaba emocionada: pronto podrían volver a compartir tiempo y anécdotas. “Una vez se acabó el tiempo que nos habíamos dado, lo llamé para preguntar de su vida. Pero, durante unos segundos solo hubo un incómodo silencio en la línea, él no reconoció mi voz, no tenía ni idea de quién era, me dijo que había llamado al número equivocado y colgó. Pensé que era una broma de mal gusto y al día siguiente volví a llamar, pero la misma escena se repitió. Entonces, le marqué a Mateo”. 

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Era de noche cuando me entró la llamada de Liz, me alcancé a asustar porque ella rara vez llamaba y, la última vez que habíamos hablado en forma fue poco después de mi cumple. Le contesté y la muy atrevida ni siquiera preguntó cómo estaba, qué estaba haciendo o cuándo nos íbamos a ver, sino que directo me preguntó que si Julián estaba bien, que si él sabía por qué estaba actuando tan indiferente o, él si estaba bravo. Me quedé en silencio, ¿estaba hablando de Julián, mi Julián?, le dije que de dónde se habían conocido que yo ni me había enterado. Su línea se quedó en silencio, me dio las gracias y colgó.  

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 “Me quedé muda, él tampoco recordaba habernos presentado”. La chica bebió lo que quedaba de su vaso y desvió sus ojos hacia la entrada del bar y, de pronto, una sonrisa genuina apareció en su rostro. Me giré en esa dirección y vi a un muchacho entrando en el bar, se lo veía apesadumbrado, casi al borde del llano. Lo reconocí, por la descripción que me había dado la muchacha supe que era él. Volteé a verla, como para confirmar el milagro, pero ella ya no estaba, la busqué con la mirada por todo el local, pero no había rastro de ella. 

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Últimamente me había sentido como raro, bien alicaído. No le encontraba sentido a nada y tenía la sensación de haber estado sumergido en un largo sueño. Me rayaba el asunto. Todo mal ahí. Esa intranquilidad de saber que a uno se le va la paloma, que se le escapa algo de las manos. Es un mal viaje, uno empieza a vivir todo intranquilo y ansioso. Después de pensarlo un resto, me di cuenta de que el estrés de la tesis me tenía mareado y mal viajado y, para esos males toca jartar pola. Que el alcohol se lleve lo que la hijueputa academia siembra. Entonces, eché pata desde mi casa hasta la Caracas con 45, ahí había un metedero que se veía lo más bacano. Lo cierto era que, desde adentro, no se veía casi nada, era como si las luces del local estuvieran a punto de fundirse. Sentí que una profunda nostalgia me invadía, tuve que hacer un esfuerzo para que mi cuerpo no se desbordara en lágrimas. Qué vaina tan extraña. Era una insoportable desazón. Y, en medio de las penumbras, vi un par de ojos mirándome con asombro y compasión. Un muchacho estaba solo en la barra, tenía varias latas de cerveza alrededor suyo. Me acerqué hacia él y le pregunté si podía hacerle compañía. 

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Julián estaba al lado mío. Asentí con la cabeza a su petición. Él pidió un vaso de ron, me miró y murmuró, “creo que he olvidado a alguien importante”.