Aldana

En una edificio de 97 pisos vivía una señora de 72 años en el piso 89. Era complicado vivir en un edificio tan alto, no solo por los cambios climáticos y de presión, también porque para los primeros 5 pisos solo había escaleras, luego se tomaba un ascensor que subía hasta el piso 46, luego, a los últimos pisos se llegaba en teleférico. Era especialmente complicado pedir domicilios, ningún rappi quería subir 5 pisos a pie para tomar un ascensor larguísimo y caminar para tomar el teleférico, atento a parar en el piso indicado, sin propina. 

De la señora del piso 89 no sabemos mucho, su nombre nunca se supo, eran demasiadas personas en el edificio para preocuparse por hablar con la vieja. Además, pocos se la topaban. Algunos la encontraban en el teleférico pero nunca en el ascensor, que siempre se bajaba en el piso 70. Se decía que debía visitar a algún amigo, la soledad no le hacía bien a esa edad. La verdad es que era el único piso con una ventana en el pasillo, nadie la veía abrirla y salir por ella para caminar por la montaña, porque justo daba sobre una colina, una muy alta, solo a veinte minutos de caminata se llegaba al páramo. 

Ella iba muy temprano, a las nueve de la mañana, y volvía a las cuatro de la tarde. Las peores horas para tomar el sol en el senderismo, pero así le gustaba. Caminaba despacio para recorrer por siete horas montañas y lagos. Sin embargo, no lo hacía por el placer de la naturaleza o el ejercicio, caminaba todas esas horas porque se dirigía a un lugar en especifico. Un lago en especifico. O laguna. O represa. Porque tenía en el centro una casita. Afuera tenía las paredes de color verde limón y el techo era de un amarillo chillón. Se veía triste y abandonada, no solo oculta por la niebla, también por el agua. El mismo pozo de agua se ocultaba entre colinas altas, era el hueco que las separaba y el agua que les unía. 

La señora del piso 89 caminaba con cuidado, casi escalando con los pies, bajando sobre la falda de la montaña. Luego llegaba al puente, de madera morada del frío, que llevaba directamente a la puerta. Y sin mirar a la puerta, tomaba el camino de la derecha de la casa para sentarse en la parte de atrás. Sentándose con cuidado sobre la madera que sostenía la casa, miraba a los frailejones, esperando. Dejemonos de dudas, esperaba a alguien, pero no se sabe a quién. Sus ojos guardaban alguna nostalgia y se inundaban de dolor mientras dejaba al frío gastar sus huesos. Se entretenía con recuerdos de su infancia o inventando historia. Las decía en voz alta porque así daba espacio a la mente para crear imágenes. A veces gritaba, le gustaba mantener un tono agudo que ahuyentara sus rabias.  Pero no se paraba, ya había caminado demasiado. Respiraba hondo y sonreía de a pocos para no ahuyentar a quién esperaba. 

Recordaba sus luchas perdidas y les pedía que se fueran. Sabía que el mundo no cambiaria por más que lo intentara, o eso se decía, o eso aprendió al jugar con el destino. Sus pies estaban hinchados, dolían, especialmente al recordar cada paso de su historia, las caminatas que tomó para perder cada batalla. Los amores perdidos. Las marchas ignoradas. Los trabajos negados. Los amigos enterrados. Por eso esperaba sentada. Ya había caminado demasiado. 

Un día, tuvo mucho cuidado de no encontrarse con nadie en el teleférico, salió realmente temprano, a las dos de la mañana. Bajó al piso 70 y abrió la ventana, salió a la colina pero, a diferencia de cualquier día, la dejó abierta. Caminó con más dificultad de lo normal. Sus pies estaban cada vez más hinchados. Se hundía en el camino. Pero lo más raro de todo fue que tras bajar la falta y cruzar el puente se paró directamente sobre la puerta. Más raro aún, la abrió. No tenía seguro, ni candado, ninguna traba, pudo empujarla sin problema y lo primero que se vio fue un cuadro de mono. Era morado con un traje rojo, golpeaba unos platillos azules brillantes. Las paredes eran un papel tapiz morado con detalles azules verdosos. Y hasta los marcos de la puerta tenían un tono rojizo, como sangre. Cuando entró no tenía miedo, no le parecía una casa ajena. Miró la luz verde que venía de los cuartos y al cerrar la puerta a su espalda sonó un golpe seco. Después, la luz verde salió de la casa al páramo, por la ventanas. La casita se pintó de rosa y, así de rápido, nadie volvió a saber de la señora del piso 89.